Más que una película, Dolor y gloria es un estado de ánimo
Existe un dicho que reza que la vida es aquello que se va sucediendo mientras uno la planifica. La vida (y a menudo el dolor o la muerte) se abren un camino inesperado que tuerce y retuerce nuestras voluntades y deseos, hasta situarnos en un terreno árido de nuestra existencia, donde no hay más lugar que para ese dolor, esa desesperanza y ese desánimo.
En la piel de un exquisito Antonio Banderas, a quién Pedro Almodóvar dio la alternativa en Laberinto de pasiones, el personaje de Salvador Mallo, alter ego del propio manchego, vive atrapado por una serie de dolores que le impiden continuar con su carrera profesional de director de cine, atorado en unas circunstancias físicas y psíquicas que han ido desencadenándose a medida que maduraba, tal vez tardíamente. Un fuerte dolor de espalda, problemas de oído y dificultades para tragar invalidan la imaginación de un director que en otro momento disfrutó de una gloria similar a la del propio Pedro. No en vano, en la estantería detrás de su escritorio aparecen camuflados entre libros algunos de los más importantes trofeos conseguidos por el propio Almodóvar a lo largo de su filmografía.
El encuentro casual con un dibujo colgado en una sala de exposiciones abre de nuevo una brecha en su cuerpo, pero esta vez no es física. Un encuentro que arroja luz sobre Salvador, permitiendo que lleguen algunos rayos a zonas que durante años han permanecido oscuras, y que pueden mitigiar el daño de no poder escribir, de no saber qué se puede contar más fuerte que su dolor. Ese dibujo le acompaña a su pasado, a su primer deseo.
El deseo, una tónica habitual en la filmografía de Almodóvar y nombre con el que bautizó a su productora, engarza aquí con dos de sus anteriores filmes, que conforman una involuntaria (o tal vez deliberada) trilogía, protagonzida por directores de cine. Tanto La ley del deseo (1986) como La mala educación (2004), cuyo último plano es la inscripción de la palabra deseo sobre una puerta cerrada, parecen mostrar la evolución de un personaje paralelo que desemboca en el Salvador Mallo de Dolor y gloria, dispuesto a pasar factura a su propia vida y las personas que la marcaron, sin ningún rencor y con la voluntad de hacer las paces tal vez más consigo mismo que con los otros.
Asier Etxeandía ofrece la mejor interpretación de su carrera (y probablemente de la película) dando cuerpo a Alberto, un antiguo amante y protagonista de una de las obras cumbres de Salvador titulada Sabor. Una proyección en la Filmoteca de una copia restaurada de la película pone en contacto de nuevo a Salvador y Alberto. Los años han cicatrizado una herida provocada por unas drogas que siguen acompañando a Alberto en su día a día y pone voz a un monólogo escrito por Salvador en el que se reencuentra con el Madrid de los 80, un Madrid que de haber exisitido Salvador, hubiese compartido con el propio Pedro, y en el recuerdo de ningún dolor es más fuerte del que siente ahora.
La figura de la madre, presente en el cine de Almodóvar, presenta aquí uno de sus mejores retratos, con el dípitico al que ponen voz y rostro Penélope Cruz y Julieta Serrano, que disfruta de algunas de las mejores escenas de Dolor y gloria. De nuevo, es inevitable mirar por el retrovisor la filmografía de Almodóvar y no acordarse de Volver cuando la madre anciana le cuenta a Salvador su deseo y sueño de volver a su pueblo, y reencontrarse con unas vecinas de las que espere que la cuiden hasta su muerte.
Dolor y gloria supone un punto y aparte en la filmografía de Almodóvar, un director que después de 21 películas todavía tiene mucho que explicar y que, encerrado cada vez más en su soledad, nos permite entrar en ella para acompañarlo y abrazarlo, del mismo modo que sus películas y sus personajes nos han abrazado durante las últimas cuatro décadas.
Una vez más, Almodóvar nos regala una obra maestra. Gracias por tanto, Pedro.
12 Trackbacks / Pingbacks