Lejos del tiempo en que los documentales eran la verdad revelada, el género se apodera cada vez más del cine comercial
Durante el mes de marzo de cada año se celebra en París el Festival du Cinéma du Réel. Organizado por la Bibliothèque Publique d’Information, este festival de cine documental proyecta durante quince días una selección de las mejores piezas internacionales del género. Este año se ha anulado, como tantos otros festivales de cine.
La sesión inaugural del año pasado programó M (2018), de Yolande Zauberman. Aunque acaba de ganar el premio César al mejor documental del año, será difícil que lo veamos en nuestro país fuera del circuito de los cineclubs o editado en DVD; y sin embargo, se trata de un relato fascinante sobre los abusos sexuales que sufrió un cantor de salmos en una de las comunidades ultraortodoxas más cerradas de Israel.
Fascinante porque, a medida que el protagonista va completando su periplo, cada vez se encuentra con personas y situaciones más curiosas. Uno no puede dejar de verlo sin pensar “¿pero cómo es posible?”, y sólo porque sabemos que la realidad supera la ficción, y sólo porque sabemos que es verdad –es un documental-, no lo despachamos con un “¡venga ya, esto no puede ser!”.
El Festival de Cine de lo Real, pues esa es su traducción, es un nombre estupendo para una muestra de cine documental. Lo real es lo que pasa en los documentales; lo otro es fantasía. Y sin embargo, el cine comercial cada vez más ha ido apropiándose de los hechos reales para dar verosimilitud a historias que, de otra manera, no suspenderían nuestra incredulidad. “Basado en hechos reales” es una etiqueta que, puesta al principio de cualquier película, le da pátina de verdad. Esto que les vamos a mostrar, señoras y señores, pasó de verdad. Quizás no exactamente así, pero los hechos, la base, el meollo, son ciertos.
No hay más que ver el éxito de muchas series de televisión que recrean asesinatos reales. El true crime ya se ha convertido en un género en sí mismo; la comparación entre lo que nos enseña la tele y la realidad es tan cercana que estamos a sólo un paso de declarar cierto todo lo que vemos; en Mindhunter (Joe Penhall; David Fincher, 2017) damos tanta credibilidad a los monólogos de Ed Kemper como a los diálogos de los agentes del FBI Holden Ford y Bill Tench. Si una cosa es real, ¿por qué no puede serlo la otra?
Pero no solo los crímenes. Chernobyl (Craig Mazin; Joahn Renck, 2019) es una aproximación al accidente de la central nuclear que también se nutre de material real. Ver a los liquidadores de la azotea en la serie comparándolos con los de las grabaciones históricas pone los pelos de punta; y aunque narrativamente algunas escenas puedan resultar indigestas, se hace lo que haga falta para mantener la fidelidad a lo que pasó.
Lo real nos fascina. Queremos ver la verdad. Es más, queremos creernos la verdad. Tanto es así, que en 1996 los hermanos Coen nos avisaban antes de ver Fargo:
Esta es una historia real.
Los hechos mostrados en esta película tuvieron lugar en Minnesota en 1987.
Por petición de los supervivientes, los nombres han sido cambiados.
Por respeto a los muertos, el resto se explica exactamente tal y como ocurrió.
La misma fórmula se repite al inicio de todos los capítulos de todas las temporadas de la serie basada en la película. Los Coen se quedaron tan anchos, y deben reírse como locos – parece mentira que a estas alturas no los conozcamos- cada vez que algún espectador se lo cree, incluso cuando nos presentan una visita alienígena en la segunda temporada. Por si lo de la película y el resto de la serie no fuera ya lo bastante surrealista.
La apropiación por parte de la industria del cine comercial de las técnicas del documental no es nueva. Desde que el cine es cine se han aprovechado sucesos reales para hacer películas, con una especial devoción hacia las grandes catástrofes. La recreación de explosiones volcánicas como la del monte Saint Helen en 1980 (Volcano, Mick Jackson 1997), tsunamis como el de Indonesia en 2004 (Lo imposible, J.A. Bayona, 2012), terremotos como el de San Fernando en 1971 (Terremoto, Mark Robson, 1974), incendios en grandes rascacielos (El coloso en llamas, John Guillermin, 1974), naufragios (La aventura del Poseidón, Ronald Neame, 1972) y, en general, desgracias con gran pérdida de vidas humanas ha sido siempre un caramelo para la taquilla. Siempre que la épica se junta con los hechos reales, el resultado es un bombazo.
Y no porque no sepamos el final, si no precisamente porque sabemos exactamente lo que va a pasar; es la teoría del suspense de Hitchcock llevada al extremo: como los espectadores tenemos toda la información, podemos sufrir lo indecible con lo que les pasará a los protagonistas. Y por si acaso hay algún despistado, no está de más explicarnos la secuencia de lo que vendrá con la ayuda de la paleta gráfica, como hizo James Cameron en Titanic (1997): el barco chocará con el iceberg, se hundirá de la proa, se caerá la cuarta chimenea, se partirá por la mitad, la popa se pondrá vertical… no me vengáis con que no lo sabíais, nunca mejor dicho lo del aviso para navegantes.
Desde que Truman Capote hizo de lo real una experiencia literaria y creó el nuevo género de la novela-de-no-ficción con su A sangre fría (de la que enseguida se hizo una adaptación cinematográfica, (A sangre fría, Richard Brooks, 1967), una legión de escritores siguieron sus pasos (Norman Mailer, Elena Poniatowska, Isabel Allende, Claudio Magris, WG Sebald, Juan Gabriel Vásquez, Xuan Bello, y tantos otros). ¿Por qué no iba el cine a hacer lo propio? Aparte de las adaptaciones de varias de esas novelas (La canción del verdugo, Lawrence Schiller, 1982, por ejemplo), la cantidad de películas que empezaron a basarse en hechos reales no ha hecho más que crecer.
Por citar solo unas cuantas, Gandhi (Richard Attenborough, 1982), No sin mi hija (Brian Gilbert, 1990), Argo (Ben Affleck, 2012), 127 horas (Danny Boyle, 2010), Hotel Rwanda (Terry George, 2004), Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002)… la mayoría son historias edificantes de superación. E incluso cuando tenemos un documental épico, ya que hemos mencionado a Norman Mailer, como When we were kings (Leon Gast, 1996), preferimos llamar a Will Smith para calcar la historia en Ali (Michael Mann, 2001).
Incluso hay actores que han basado gran parte de su carrera en dar vida a tipos corrientes en situaciones increíbles y reales, muy reales. Tom Hanks, por ejemplo, es especialista en ponerse en la piel de ciudadanos a los que el destino les guarda un papel protagonista como héroes: Apollo XIII, La terminal, El puente de los espías, Capitán Phillips, Sully, Los archivos del Pentágono… ustedes conocen las historias, ya saben que esto que les explicamos pasó en la vida real.
Para dar más credibilidad a estas historias, no es inusual que la técnica se asemeje lo más posible a la de los documentales. Película forzada para que se vea el grano, cámara en mano en determinadas escenas, sonido de ambiente… lo que haga falta para recrear los hechos. Bloody Sunday (Paul Greengrass, 2002) es un buen ejemplo. Cuanto más se parezca a lo auténtico, mejor.
Resulta curioso que, paralelamente a esta apropiación del documental por parte del cine comercial, hayamos descubierto que el documental en sí también miente. Si, el documental ha dejado de ser la verdad revelada desde que los autores empezaron a hacer documentales de autor, o documentales de creación. Puede que en el fondo siempre hayamos sido un poco ingenuos; si, como se dice en ciencia, la mera observación del hecho observado cambia el hecho en sí mismo, el mero hecho de poner la cámara aquí o allí tenía por fuerza que cambiar la objetividad de lo filmado.
Aún así, tomábamos como verdad revelada lo que los documentales nos enseñaban porque no existía la voluntad de explicar una historia, sino simplemente mostrarnos la realidad. La historia se explicaba por sí misma como resultado de nuestra observación; creer que esto era un hecho totalmente objetivo era una de las premisas básicas del documental.
Pero llegó Michael Moore y empezó a explicar las historias de una manera diferente. Ya en Bowling for Columbine (2002) se coloca al autor en el centro del relato, como protagonista, y es su mirada sobre los hechos la que nos explicará la historia. A partir de aquí tiene barra libre para obviar lo que matice su visión, para magnificar lo que más le convenga, y, en general, puede manipular tanto la realidad como le plazca para que se acomode a la historia que quiere explicar. Los hechos son los que son, como siempre; lo que cambia ahora es la manera de presentarlos para adecuarla al relato.
En Farenheit 9/11 (2004), los hechos presentados obedecían tanto al relato preconcebido que se perdió toda credibilidad, o lo que es lo mismo, la historia pasó a ser increíble. No es extraño que desde entonces Moore haya perdido su título de documentalista para convertirse en director, o a veces, activista.
Pero su manera de hacer no hacía más que anticipar lo que se convertiría en un nuevo género dentro del documental, quizás el que ha tenido más reconocimiento de un tiempo a esta parte. Se premia a los autores más capaces de explicar una historia sacrificando la objetividad, precisamente porque lo que nos encanta de verdad es una buena historia. The act of killing Joshua Oppenheimer, 2012) es la película de terror más terrorífica jamás estrenada, mientras que Searching for sugar man (Mallik Bendjelloul, 2012) nos hurtó partes esenciales de la realidad para que no arruinaran un relato perfecto.
Curiosa evolución la de un documental que cada vez es más mentira y un cine comercial que cada vez es más real. Habrá quien diga que ni una cosa ni la otra es general, y que sigue habiendo una línea clara que separa un género del otro; también habrá quien piense que esto no es más que una deriva natural en la que los géneros se acabaran fusionando. Lo veremos con el tiempo, pero quizás al final lo importante siga siendo lo de siempre: que nos gustan las historias bien contadas, vengan de donde vengan.
Por cierto, este artículo, ¿no obvia algunas cosas y resalta otras, también?
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