Qué maravillosos aquellos planos del cine de lo real que dejan respirar, aunque sea por pocos segundos, el mundo que abrazan, que ceden ante la irrupción del flujo del tiempo para ayudarnos a mirar de un modo más certero y puro. La edición del D’A Film Festival de 2022 no podía haber arrancado de un modo más emocionante, pues en los cines Aribau de Barcelona se ha proyectado por fin la ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín, la película-estandarte para una nueva generación de cineastas mujeres capaces de reimaginar el pasado de sus lazos afectivos de la forma más equilibrada posible.
Para quien escribe estas líneas, Estiu 1993 (2017) supuso el descubrimiento de un cine insólito en el contexto del cine catalán, llevado a la praxis con los recursos justos y con un hermoso sentido de la cercanía y la intimidad que brotaba de las interpretaciones. Este nuevo proyecto de la directora Carla Simón, una de las voces intachables de nuestro cine, amplía el campo de acción de su ópera prima, incorporando un mayor número de personajes y desplazándose a un campo de melocotones en Lérida, nuevamente bajo el calor veraniego.
La cineasta mantiene el vuelo poético operando desde lo observacional, volviendo a demostrar una prístina capacidad para la escritura visual a través de los gestos. Sostenía Christian Metz que el cine genera una distancia muy corta entre contenido y expresión, y a este respecto Simón afirma que uno de sus temores a la hora de ubicarse tras la cámara, que a su vez es lo que más le motiva, es la colisión entre las ideas sembradas de forma preconcebida y el accidente, aquello fortuito que sucede después del “grabando” y que lleva impreso una verdad que sólo el discurso fílmico es capaz de revelar. Y por supuesto, los ojos de una directora para saber cazarlo. Su notable pulso narrativo entronca con ilustres nombres como los de Víctor Erice, Abbas Kiarostami, Naomi Kawase o Alice Rohrwacher; los primeros por la visión sobre la infancia, totalmente vaciada de prejuicios, y con las segundas por el manso y poético contacto con lo campestre. Alcarràs está deliciosamente enroscada en sí misma y crece a fuego lento, sin que apenas nos percatemos. El conflicto va adquiriendo peso de forma transparente y el desarrollo está articulado en un exquisito ritmo interno.
Todos los integrantes de la familia Solé ocupan su pequeño espacio en la ficción y se percibe, para bien, que el film comenzó varios meses antes del inicio del rodaje. Cada uno de ellos está dotado de una personalidad propia, descrito con lucidez y sensibilidad por la cámara, que peina el paisaje y mantiene un arduo balance entre los cuerpos que entran y abandonan el cuadro.
La carga de significados aflora de un modo admirable a través de la tensión entre el azar y el control, gracias a la experiencia compartida de los actores cuya no profesionalidad es una ventaja para el naturalismo que se persigue. Se respira una primorosa concreción en el tono y en el punto de vista, pues los ademanes de los personajes, en especial de los niños, son muy identificables y verdaderos. Debido al peso específico de cada escena, ubicada estratégicamente en cada punto del relato y orquestada bajo una experta labor de dirección y montaje, el film discurre como el agua, de forma inalterable y contenida, y los ojos terminan humedeciéndose ante esta sinfonía de cocina invisible de guión. Sea como sea, Carla Simón da un golpe sobre la mesa en lo que supone -o debería suponer- una fuerte reconexión con la sala de cine después de la pandemia y las mascarillas. Nos quedamos cortos si afirmamos que este es uno de los trabajos más brillantes del cine español este año. Podemos decir del lustro, o de la década tranquilamente. Una vez vista, lo primero que demanda el cinéfilo es un segundo visionado para volver a degustar lo bien enlazada y cuidada que está. Un auténtico regalo.
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