Desde hace unas semanas se pasea por la cartelera un personaje con una de esas historias de las llamadas “bigger than life”. Se trata de Petitet, un hombre cuyo apodo (“pequeñito”) es diametralmente opuesto a su tamaño, de gran envergadura. Es lo primero que salta a la vista de un personaje, nacido como Joan Ximénez Valentí, que hasta no hace mucho tiempo era un desconocido para aquellos que no contaban con la rumba entre sus aficiones.
Petitet, la película, es un documental que sigue la peripecia de un hombre que persigue lo imposible, o al menos, lo impensable: llevar la Rumba catalana al Gran Teatro del Liceo. Petitet, rumbero de cuna e hijo de uno de los palmeros de Peret, quién fuera el vecino de enfrente durante muchos años, es gitano.
Antes de morir su madre, en 2015, le promete llevar la rumba a lo más alto. Su intención es conseguir que el estilo musical barcelonés por antonomasia entre en el más importante templo de la música de la capital condal. Por eso, una vez fallecida su madre, se propone cumplir con su promesa, creando con otros músicos gitanos, muchos de ellos indisciplinados, la Orquesta Sinfónica de Rumba del Raval, a la que se irían añadiendo músicos de toda clase y condición, con el único objetivo de cumplir con la promesa.
Petitet, el personaje, se enfrenta además a una dificultad añadida: una enfermedad de las denominadas raras. La miastenia gravis es una enfermedad neuromuscular, autoinmune y crónica que se caracteriza por debilidad muscular grave de ciertos músculos como los que controlan el movimiento de los ojos y párpados, la expresión facial, la masticación, el habla y la deglución, además de la respiración. Esta enfermedad mantiene a Petitet durante días, semanas o temporadas ingresado.
Petitet fue el niño que protagonizó los primeros anuncios de Nocilla. Más tarde, con su primer disco, Tobago, introdujo la música disco a la rumba y en 1991 fundó Rumbeat, un grupo en el que adaptaba a la rumba catalana éxitos de Michael Jackson y Bob Marley, entre otros. Además, durante años acompañó con sus bongos a los mejores cantantes de rumba. Todo un personaje.
La película es pues un canto a la vida, utilizando uno de esos eslóganes tan habituales en películas de superación. Ésta lo es, pero no solo habla de una superación individual, consiguiendo contra pronóstico llenar el Liceo (de músicos y público), si no de la superación de toda una comunidad que por muchos años no ha sido tenido en cuenta ni ha sido honrada como merecía en su propia ciudad. Petitet es también un homenaje a la ciudad de Barcelona, pero no a la que conocemos hoy, si no aquella Barcelona de la que casi no queda nada pero que aún perdura en ciertas calles, en ciertos rincones, donde no parece haber pasado el tiempo ni las hordas de turistas.
Barcelona, más que de nadie, es de aquellas personas que la han hecho referente cultural en toda Europa. Personas que quizás nunca imaginaron tocar en el Liceo, cuna, hasta no hace muchos años, de las élites. Abrir el Liceo a la ciudad ejemplifica la democratización de la cultura y del arte, que puede así alimentarse de aquello popular, haciéndolo más accesible y confortable. El arte, en cualesquiera de sus disciplinas, es ante todo, expresión.
El cineasta Carles Bosch, nominado al Oscar al mejor documental por Balseros, y ganador del Goya por Bicicleta, cullera, poma, donde narraba los primeros síntomas y pasos del presidente de la Generalitat Pasqual Maragall en el alzhéimer, recupera el pulso de una narrativa llena de humanidad, de emoción y singularidad, en un in crescendo constante hasta el éxito final, la culminación de una promesa, dejando claro que no hay obstáculo más fuerte que la palabra dada por un gitano.
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