Nariman Aliev asombra con un sólido debut sobre el eterno retorno de los tártaros de Crimea
En la orilla de un lago vara una barca custodiada por el esqueleto de un árbol. La escena -que abre y cierra Homeward– recuerda a Sacrificio de Tarkovsky, pero en realidad ese círculo perfecto que dibuja Nariman Aliev parece asociarse más a lo cíclico, al nietzscheano concepto del eterno retorno. La diáspora de los tártaros de Crimea iniciada con la deportación masiva de 1944 y la nueva sumisión a Rusia con la guerra del Donbáss de 2014.
En esos setenta años de lucha y supervivencia vive atrapado Mustafa, excelentemente interpretado por Akhtem Seitablaev. Un padre nacido en el exilio ucraniano que ahora pelea por poder enterrar en Crimea a su hijo mayor, Nazim, muerto precisamente en el frente de la nueva guerra. “Crimea es nuestro Jerusalén”, explica a su hijo menor Alim (al que encarna un sorprendente actor no profesional, Remzi Bilyalov), quien le acompaña en esta road movie dramática en la que ambos personajes parten de puntos totalmente opuestos.
Al calor de películas como Donbass del también ucraniano Sergei Loznitsa o la lituana Frost de Šarūnas Bartas, Aliev utiliza la nueva batalla por la península de Crimea como un telón de fondo sobre el que contar la historia de su pueblo. En Homeward -que llega a la edición online del D’A Festival en Filmin– Alim representa a la generación de jóvenes que ha rehecho su vida en Ucrania lejos del peso de las tradiciones tártaras. Mustafa muestra el relato y las vivencias de sus padres, maltrechos por ambos momentos bélicos e implicados en la pervivencia de su religión y sus costumbres. “No sabes lo que es crecer siendo un extranjero. Ni siquiera nos consideraban personas”, explica a su hijo.
Homeward es un apabullante debut -a sus 26 años, Aliev llegó con este film a la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes- que sorprende por la solidez de sus interpretaciones, de su técnica -la belleza y el dramatismo de la última secuencia son espectaculares- y de una narración escrita y construida en dos capas, como el cine de Andrey Zvyagintsev. En ese relato íntimo y familiar coexisten, como hemos visto, los grandes temas. En ese macrocosmos de represión histórica se inserta el microcosmos de un padre y un hijo -y las presiones y ataduras familiares- que irán acercando sus posturas a medida que avance el viaje. El rechazo del primero a todo lo que suponga una amenaza a su tradición irá acercándose a una tolerancia y una disculpa progresiva lo mismo que el segundo, al descubrir la historia de su propia familia, abraza esas raíces como propias.
En la coexistencia de ambos estratos está uno de los grandes méritos de este joven director. El propio Aliev explicó en una entrevista esa necesidad de que la historia funcionara a nivel universal, al margen de las particularidades históricas, políticas y sociales que esconden sus personajes. Y en ese tránsito hacia el entierro, en esa Ítaca de los muertos -también en los mitos griegos los fallecidos cruzaban en barca el río Aqueronte- el film tiene una cierta resonancia a Mimosas de Oliver Laxe.
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