Japón presume de haber seleccionado una firme candidata para los Oscar, pues las tres horas que conforman Drive My Car transcurren en un suspiro, como quien observa el paisaje desde un tren y ve la vida pasar.
Decía Paul Schrader que una película realmente empieza cuando termina, en el momento en el que revolotea en la cabeza del espectador al abandonar la sala. Y es que la escena de apertura, de una belleza arrebatadora, marca vigorosamente el tono y la diferencia, y la última ejerce de clímax simbólico para lo que han supuesto las relaciones entre personajes y su desenvolvimiento. No pasemos por alto que un relato de estas características lo hemos visto en pantalla innumerables veces, pero en raras ocasiones tejido con este grado de densidad y solvencia.
Porque Drive My Car es Ryūsuke Hamaguchi en la plenitud de su dominio sobre el guión, justamente galardonado en Cannes junto con el premio FIPRESCI. En esta historia sobre la representación de una obra de Chéjov, que parte de una novela homónima de Haruki Murakami, el cineasta emplea el lenguaje cinematográfico como ente de revelación, y los diálogos como catalizadores de la propia creación, donde resuenan los ecos de Ingmar Bergman o Jacques Rivette. Parece ser muy consciente de que el cine que toma la palabra verdaderamente cobra vida cuando también pone el foco en los silencios, en lo que se dice y en lo que queda implícito. Osease, funciona cuando no descentra la atención en aquello que los personajes se guardan para sí, en pos de transportar al espectador hacia el maravilloso campo de la sugerencia. Los cortes de montaje no trocean la película, sino que contribuyen a remarcar su ambivalencia, a subrayar lo que falta por relatar y que será el propio espectador quien lo haga desde su subjetividad. Es un film que avanza solo, que serpentea por los ríos de lo fílmico sin impulsos forzados ni vueltas de tuerca manidas, ofreciendo respuesta a todos los dilemas que plantea mientras suma complejidad emocional sin que nos demos cuenta.
Hacerlo fácil es sumamente difícil, nos enseñaban los maestros, y en Drive My Car somos partícipes del trazo maestro de la sencillez. Es arte en carne viva, aquel que ansía engarzar la vida con una red emocional compleja que nos invita a mirar lo real con ojos renovados.
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