Uno de mis peores recuerdos de infancia es el de la noche que me perdí en mi habitación. Mis padres habían pintado la casa y era el primer día que podía volver a dormir en mi cuarto. Eso sí, con los muebles separados de las paredes para que no las mancharan. Aquel gesto nimio se convirtió en una auténtica pesadilla cuando en plena madrugada quise ir al baño. Las distancias que uno lleva grabadas en el cerebro, aunque de forma inconsciente, se disiparon. Ya no alcanzaba a la lámpara, ya ni siquiera llegaba a rozar la mesilla de noche. Me levanté como pude. En la oscuridad más absoluta. Tanteando la pared como un fantasma. Moviéndome entre aquellas cuatro paredes entre el pavor y la angustia. Era mi habitación de siempre, pero nada era lo mismo.
Alejo Levis construyó No quiero perderte nunca a partir de la premisa, de la pesadilla, de cómo sería perderte en tu propia casa. Una idea que conecta, conceptual y cinematográficamente, con la de perderte, también, “en tu propia cabeza”. El inicio de la película -que presentó en la sección ZonaZine del último Festival de Málaga- arranca como una película de terror. Una pareja se muda a una casa en mitad de la nada. Sólo que esta casa, lejos de ser nueva, está plagada de recuerdos.
La normalidad, la placidez, duran poco. Podría decirse que es una llamada telefónica la que actúa de resorte para que el terror comience a funcionar. Lo que Levis define como “una historia de terror personal”. Porque aquí no hay invasiones externas, no hay ocupación del espacio propio. El terror surge de uno mismo. De la vida escrita entre esas cuatro paredes y de los recuerdos que atesoran. Los fantasmas, aquí, son interiores.
No quiero perderte nunca es una historia de miedos. Posibles, soñados, pero reales. A la vejez, a la muerte, a la pérdida, a la enfermedad. Es un acierto que el film no dé respuestas ni premisas demasiado claras. Plantea preguntas, posibilidades. Retrata el color de las pesadillas traducido a un universo cinematográfico plagado de poesía, de metáforas, de exorcismo y de ese laberinto emocional en el que a veces nos embarcamos sin un deseo claro de salir.
Cuando la realidad se desvanece, el cineasta da rienda suelta a un imaginario de escenas portentosas. Ese cable del teléfono alargado hasta el infinito -que vuelve a Aloys pesadilllesca-, esas sombras del otro lado de sábanas tendidas, esas cabezas gigantes. Esos fantasmas reales y esos fantasmas ficticios. Transité por caminos que recordaban a A Ghost Story y a Borgman, pero también a Viridiana.
El camino de la luz a la oscuridad -con vuelta o no- que proponía Levis necesitaba de un gran cicerone. Un papel que ejerce María Ribera a la que pudimos ver tímidamente en Les distàncies pero que aquí desata todo su potencial de manera brutal. Ella es todo: el sendero, el caminante, el universo alucinatorio y paralelo. Nominación al Goya a Actriz Revelación sería hacerle justicia.
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