Uno nunca sabe cómo va a reaccionar ante una catástrofe. Tampoco si delante suyo se le apareciera Dios y le dijera que al día siguiente moriría todo el mundo excepto las dos personas que pudiera elegir. Ese es el dilema moral al que se enfrentan los cuatro protagonistas de Matar a Dios, la ópera prima de Caye Casas y Albert Pintó, que se atreven a echarle un toque de comedia a semejante propósito rocambolesco.
Itziar Castro y Eduardo Antuña son los encargados de llevar la batuta de la cena de fin de año en la que tiene lugar la aparición divina, en una mansión alquilada alejada de cualquier contacto humano. En el ambiente se respira cierta aprensión a lo sencillo. Cada elemento de la escena nos remite al género al cual se ha querido clasificar la película: el fantástico, eso sí, con tintes de comedia negra. De ahí que fuera seleccionada para competir en la Sección Oficial de largometrajes del pasado Festival de Sitges y que se llevara el Gran Premio del Público.
Si bien en un inicio el film muestra ciertos clichés más propios de ‘matrimoniadas’, lo cierto es que a medida que va trascurriendo la trama esas escenas, más propias de la comedia, sirven para hacer divagar a sus protagonistas largo y tendido sobre su decisión a la hora de escoger salvarse a sí mismos o ser benevolentes con el prójimo. Pero el altruismo no suele aparecer en las opciones del ser humano cuando a la supervivencia se refiere. Entre dimes y diretes, Caye Casas y Albert Pintó aprovechan para crear un caldo de cultivo propio de familias con cierto desapego como la que nos presentan: un matrimonio, formado por Castro y Antuña, y el hermano y padre de él, interpretados por David Pareja y Boris Ruiz, respectivamente. Al otro lado de la mesa, el invitado por sorpresa: Dios Todopoderoso, capaz de matar y revivir a su voluntad, interpretado por Emilio Gavira.
Uno de los atractivos de la historia es, precisamente, que se haya decidido huir del estereotipo de Dios, aquí representado como una figura más histriónica que solemne: un mendigo desagradable con jeta y mucha mala uva. A simple vista no despierta ningún tipo de sentimiento positivo y mucho menos después, cuando vemos que no cumple con los estándares bondadosos que promulga la Iglesia. Matar a Dios viene a reírse sin complejos de la condición humana y de la religión como creencia en la que refugiarse. En este aspecto, nos presenta un Dios ateo, un oxímoron que viene a transgredir toda la historia y nos deja entrever la ambigüedad con la que nos llevará hasta la resolución final.
Más allá de la fantasía que impregna la película, destaca su crítica hacia la moral de las personas y de todos aquellos valores que nos caracterizan. Son sumamente interesantes aquellos aspectos que se sacan a relucir cuando debemos elegir a una u otra persona para que sobreviva. Los vínculos emocionales, los lazos familiares, el rencor, la amistad… Todo sale a flote con tal de tomar una decisión a priori irrevocable que conllevará un fatal desenlace para (casi) todos. En este caso, ¿deberíamos tener una visión trascendental para asegurar el futuro de nuestra especie o más bien actuar egoístamente y optar por salvaguardar nuestra supervivencia? Aquí es donde el guion de Casas y Pintó toma cierta altura y describe fríamente, como lo es la situación, a sus personajes, representados como unos pobres diablos a los que les ha tocado vivir la peor noche de sus vidas. Y quizás también la última.
Casi un año después de su presentación en Sitges, Matar a Dios llegó a la salas el pasado 21 de septiembre para hacer pensar y reír al mismo tiempo, pero también para ofrecernos un film con el que cuestionar la condición humana.
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