Hay películas que se ven por el legítimo placer de pasar el tiempo lejos de uno mismo. Hay películas que se disfrutan, que le hacen a uno sonreír, o en el mejor de los casos, deleitarse con su sinfonía de imágenes, palabras, personajes y canciones. Hay películas que se sufren, que torturan o exasperan. Y hay unas películas, las mejores, que se sienten como si formaran parte de uno mismo. Películas en las que se puede disfrutar o sufrir pero que, ante todo, se viven, y por tanto, nunca se olvidan fácilmente ni se sienten como un ejercicio caprichoso de dolor o masoquismo. El acontecimiento es una de esas películas.
Precedida por el León de Oro en Venecia y cierta polémica en relación a la crudeza explícita de sus imágenes, la segunda obra de la francesa Audrey Diwan podría definirse en términos “marketinianos” como una película-experiencia. Su mayor ambición, y mejor logro, es la cualidad inmersiva de su relato, que se alcanza a través de métodos no precisamente novedosos o rupturistas, pero hábilmente conjugados: la nerviosa expresividad de sus primeros planos, la angustiante verticalidad de su encuadre, el enfoque obsesivo de la cámara en su protagonista. Todos los tópicos visuales del cine de autor europeo, dirán algunos. Quizá la prueba del potencial narrativo y empático de tantos hallazgos formales que algunos (otros) han usado por inercia.
El intimismo radical de esta aproximación está justificado por la gravedad del vía crucis que atraviesa la joven Anne: un embarazo no deseado en plenos años 60, al comienzo de la universidad, con el aborto como terrible tabú y acto prohibido objeto de todo tipo de riesgos sanitarios y estigmatización social. Diwan persigue, y consigue, que la acompañemos en todo el proceso de terror, asimilación, decisión y esperanza que afronta con valentía. En el camino no nos ahorra los momentos más delicados y brutales, pero la sensación nunca es la del morbo fácil, sino la del compromiso con el rigor y la veracidad de los hechos. Hay planos dolorosos, incómodos, pero no se alargan más de la cuenta y su impacto es noble, concienciador.
La directora encuentra una aliada excepcional en la intérprete Anamaria Vartolomei, a la que hasta ahora solo habíamos visto en papeles secundarios de películas menores (Just Kids, Manual de la buena esposa). Su encarnación de la joven protagonista es rica en detalles, matices y, ante todo, intensidad. No de la cargante o sobreactuada, sino de la auténtica y desagarrada, la que revela una total comunión con el personaje. El merecido Premio César a la Actriz Revelación (el único que ha obtenido la película, una cosecha injustamente escasa) refuerza la impresión de estar ante toda una promesa del cine francés para los próximos años.
Todo lo demás en la película es secundario, pero cada uno de los aspectos técnicos y artísticos cumple con nota. La ambientación histórica es tan sencilla como convincente. Los actores y actrices secundarios sorprenden desde diferentes registros y con interesantes arcos dramáticos: en la película y en la vida pocas veces sospechamos quiénes van a ser nuestros aliados más cercanos en los momentos más difíciles. Y así, como un reflejo a corazón abierto de las luces y sombras que nos esperan en el desafío de la vida en libertad, se desarrolla este potente, inolvidable, relato de emancipación.
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