No me cabe la menor duda de que el argumento de Akelarre (Pablo Agüero, 2020) está inspirado en el célebre proceso contra las brujas de Zugarramurdi, que tuvo lugar en 1609 y concluyó con un auto de fe en Logroño, en septiembre del año siguiente, con el resultado de once penas de hoguera, cinco en efigie y seis quemadas vivas.
Aquel desdichado suceso comenzó cuando una muchacha, presionada por la Inquisición, declaró haber participado en un orgiástico akelarre con abundancia de alcohol, drogas y sexo desenfrenado. Ante el asombro del tribunal, declaró haber mantenido ella misma relaciones carnales con el diablo y que todos los presentes participaron en una lasciva danza alrededor de la hoguera, al son del txistu y el tamboril hasta poco antes de que cantara el gallo.
La acción de la película se sitúa en ese mismo año de 1609. Durante un buen rato el espectador cree que va a asistir a una narración realista más o menos convencional, por lo que se ve sorprendido por el tono inicial del relato y transcurre aproximadamente media hora hasta que comienza a conectar emocionalmente con lo que sucede en pantalla. Justo cuando se da cuenta de que hay una evidente intención alegórica que va más allá de la literalidad de los sucesos que acontecen. A partir de ese momento, cambias el chip y empiezas ver la película como lo que es: una fábula con una expresa intención más o menos feminista en la que la música parece destinada a jugar un papel relevante, ya que el inquisidor otorga a la danza una dimensión satánica: “No hay nada más peligroso que una mujer que baila”, dirá el juez Rostegui, encargado del caso.
En un momento dado la protagonista (Amaia Aberasturi) descubre las debilidades del juez y trata de ganar tiempo hasta que regresen los hombres de la aldea, que pescan en lejanos mares. Y lo hace a la manera de Sherezade, urdiendo una disparatada narración con la intención de demorar el juicio y engatusar al morboso inquisidor; un relato que desemboca inevitablemente en una performance a modo de akelarre en la que entran en juego el canto y el baile.
Las encargadas de dar credibilidad musical a esta parábola han sido la guipuzcoana Maite Arroitajauregi (Eibar, 1977) y la vizcaína Aránzazu Calleja (Bilbao, 1977), compositora esta última con un amplio currículo en lo que a música cinematográfica se refiere. Suyas son las partituras de interesantes largometrajes como El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019) y Fe de erratas (Borja Cobeaga, 2017).
La responsabilidad de las compositoras vascas es tanto mayor cuanto que su música necesariamente debe contribuir a conseguir un clímax cinematográfico lo más convincente posible. Y lo cierto es que ambas cumplen con su trabajo, utilizando los propios cantos de las chicas acusadas de prácticas brujeriles que, siendo música compuesta ex profeso, evoca el ancestral repertorio de Euskal Herria. El ttun-ttun (tambor de cuerdas), la zanfona, la txalaparta, el rabel, la alboka y otros instrumentos tradicionales acompañan el canto y el baile dotando a la banda sonora de una sugestiva y antigua sonoridad.
Para fingir que invocan al maligno las chicas cantan un conjuro, inventado a partir de una canción amatoria, repitiendo machaconamente la frase “No queremos otro calor que el fuego de tus besos” (Ez dugu nahi beste berorik zure muxuen sua baino), que van intensificando utilizando una subida cromática que pone la carne de gallina al juez y a sus acompañantes:
Hay que decir, por lo tanto, que el manejo creativo de las raíces musicales resulta apropiado a nivel musical y efectivo en lo que concierne a su función cinematográfica, incluido el tratamiento polifónico de las voces, con arreglos que insinúan nexos entre lo contemporáneo y lo ancestral.
Para la música no diegética las compositoras eligieron el cuarteto de cuerda, utilizando su sonoridad, tanto para acentuar la inocencia de las jóvenes acusadas tan injusta y cruelmente (tesituras más agudas) como para resaltar el sombrío mundo de los jueces (sonidos más graves). Se nota que ambas conocen de primera mano los recursos de estos instrumentos, pues Aránzazu es violinista y Maite, cellista.
En resumen, ambas hacen un buen trabajo y muy probablemente se merecen el Goya que la Academia les ha otorgado. En cualquier caso ya tocaba. 24 años después de que la primera mujer (Eva Gancedo) obtuviera este galardón, otras dos compositoras podrán colocar la estatuilla en su vitrina. Hay motivos para pensar que las siguientes mujeres no tardarán tanto en volver a quebrantar esta anomalía que es su injustificable escasez en lo más alto del escalafón de nuestra cinematografía. Parafraseando el conocido aforismo gallego, “haberlas, haylas”. Y muy competentes, por cierto. Solo necesitan que se quiebren algunas inercias para conseguir más visibilidad y una igualdad real de la que, hoy por hoy, todavía no disfrutan en plenitud.
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