Era el año 2003. Por aquel entonces yo solía llegar del colegio e ir directa a casa de mi abuela, que vivía al lado de la mía. Mi madre se hacía la indignada reprochándome que prefería estar con mi abuela antes que con ella y era verdad. Entre otras razones, corría hacia su casa porque mi yaya veía unas telenovelas latinas que me fascinaban: multitud de personajes variopintos y caricaturizados que embelesaban a mi yo preadolescente, las tramas rocambolescas donde siempre había lugar para la exageración de los conflictos (¿realmente le sucedía eso a los adultos?), las escenas que duraban una eternidad para, intuyo ahora, estirar el metraje de los capítulos y, de paso, exaltar la emoción e impaciencia de los espectadores… Vamos, que me pasé un par de años terriblemente enganchada a las telenovelas de la tarde (aún no usábamos demasiado el término guilty pleasure, pero debía de ser eso). Gata salvaje o Frijolito fueron algunos de esos culebrones del demonio; los adoraba y no había día en que los omitieramos excepto durante las vacaciones. Entonces, mi madre, nueva compinche, me grababa los capítulos en VHS. Algunos no entendían cómo una niña podía ver esas novelas, pero bien es sabido que uno no solo se nutre leyendo La vida de Lazarillo de Tormes. A principios de los 2000 aún no había Tik Tok para bailotear ni posaderas de las Kardashian que admirar: había personas con nombres compuestos, expresiones “nuevas” importadas de latinoamérica (aprendí qué quería decir zarrapastroso, jugo o hacienda) y, dicha sea la verdad, mucha sobreactuación.
En el marco de la VII Edición del Serielizados Fest, que ha tenido lugar entre el 20 y el 29 de octubre tanto en la plataforma Filmin como de manera presencial, se proyectaba un documental titulado Kismet sobre cómo los culebrones turcos habían abierto los ojos de algunas mujeres de los Balcanes, Oriente Medio o África del Norte en referencia a su concepción del feminismo y a sus relaciones con los hombres. Si en algunos lugares del mundo estas novelas podrían seguir tachándose de machistas por la manera algo arcaica de presentar a los personajes femeninos y sus historias, en otros son o han sido referentes (la película es de 2014) para muchas mujeres, que han visto cómo la ficción era bastante mejor que su realidad. Una realidad que aún contempla los matrimonios concertados de menores con hombres que les llegan a triplicar la edad, que ve mal la denuncia de una agresión sexual y acepta la pasividad de la mujer ante el marido hasta el punto de que el divorcio es, en muchos casos, algo impensable si es la mujer la que lo solicita.
Culebrones como Fatmagül (2010) o Noor (2005) hicieron que muchas féminas se empezaron a cuestionar por qué sus maridos no las trataban tan bien como los hombres que se mostraban en las novelas o por qué conocidas suyas no habían denunciado una violación si es lo que Fatmagül, la joven protagonista de la producción homónima, hacía y, encima, era respaldada por ello. Son estos testimonios la parte más reveladora y nutritiva del documental, la prueba de que un artefacto audiovisual y su mensaje pueden transformar o despertar conciencias sin importar la cultura o las creencias porque el cine, las series o, en definitiva, las historias pueden ir por delante de una sociedad e influirla. Un ejemplo chocante de esto es el sucedido a raíz de la telenovela mexicana Ven conmigo (1975), donde un personaje acudía a un centro de alfabetización. Durante los meses siguientes, se calcula que las matrículas en los centros para aprender a leer y escribir en México se multiplicaron por nueve.
En Kismet, que significa “besar” en turco, no falta tampoco algún entrevistado que cuestiona el papel de estos culebrones, un representante del patriarcado más rancio que pone de manifiesto el peligro de que las mujeres vean y se dejen llevar por estas historias. Ya se sabe, la prohibición es un buen alimento de la ignorancia.
El documental, dirigido por la griega Nina Maria Pashalidou, no es ningún prodigio formal. De hecho, se echa en falta algo más de esmero en el montaje y las entrevistas, que a veces resultan algo pobres en cuanto al jugo que se podría haber sacado de ellas. Aun así, es sin duda un buen retrato de esa unión que sienten muchas mujeres venidas de muy distintos lugares por unas telenovelas avanzadas a la sociedad en la que se emiten. Series que permiten cuestionar roles familiares, de género o sociales y que han ayudado a finalizar matrimonios insostenibles o denunciar situaciones que no deben tolerarse. Y no porque estemos en el siglo XXI, sino porque jamás se han sostenido por ningún lado.
No sé exactamente qué pudo enseñar Gata salvaje a la audiencia a principios de los 2000, quizás más bien dio lecciones inconscientes de qué no hacer cuando los comportamientos sexistas y violentos aún no eran analizados con tan ojo crítico como ahora. Lo que sabemos gracias al relato de Kismet, un documental algo amateur pero eficaz, es lo que muchas telenovelas turcas han posado en la mente de centenares de mujeres que aún viven situaciones de asfixia: hay otras vidas y pueden ser vividas. Hay otros valores y no tienen que ser los tradicionales.
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