Con El faro, su segunda película, el cineasta Robert Eggers devuelve a la mitología clásica al primer plano gracias de una alegoría muy cercana a lo teatral y lo pictórico en sus formas pero rabiosamente cinematográfica.
Dos fareros, uno viejo y uno joven, llegan a un remoto faro de una escarpada costa atlántica para ocuparse de su funcionamiento. No se conocen de nada, pero tendrán que compartir todo durante un mes comida, espacio, oxígeno y un exceso de ventosidades.
El joven siente desconfianza del viejo, único encargado de la lámpara, de la luz de ese faro, una luz que quiere solo para él, una luz de la que se alimenta. Pero el viejo es un extrovertido veterano superviviente de mil batallas que no deja cena sin anécdotas ni sin brindis, regando las noches de guardia con alcohólico aliciente. Mientras el joven, reticente a sus embestidas, por amistosas que sean, dedica su tiempo al trabajo, a aprender su nuevo oficio, tras abandonar una vida pasada, cómoda en el refugio de las sombras de una memoria selectiva a la que prefiere no arrojar ni un rayo de esa luz que los ilumina cada noche.
Robert Pattinson y Willem Dafoe, en sus papeles de joven y viejo, ofrecen uno de los duelos interpretativos de más brutalidad visto en los últimos años, y nos conducen a un viaje a la locura desde el horror del aislamiento de la propia alma en los confines de un mundo que, desde ese faro, no parece ya existir. Solos, con la compañía de unas gaviotas, sobreviven a un tiempo infinito, más allá de sus contratos, abandonados a una luz por la que ya, decididamente, ambos compiten. El viejo, ese titán guardián de las esencias, y el joven, un Prometeo decidido a rescatar el fuego para dárselo… ¿a quién? No quedan hombres ya, solo la ambición de derrocar al mayor, al viejo. La eterna lucha generacional por la propiedad del poder, aunque a menudo, el joven acaba superando al viejo en ferocidad, en mentiras y engaños. Hasta llegar, definitivamente, al castigo, servido a las gaviotas en bandeja de plata.
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