Un chico solitario de catorce años decide no ir a esquiar con sus compañeros de colegio y pasar esos días encerrado en el sótano de su casa. No entra en sus planes que aparezca por allí su hermanastra Olivia, a la que no ve desde hace años y que busca un sitio donde desengancharse de la heroína.
Bernardo Bertolucci presentó en el Festival de Cannes de 2012 esta propuesta basada en una novela de Niccolò Ammaniti y que nos llega diez años después de su último trabajo, Soñadores (2003). Con setenta y dos años y en silla de ruedas, el director ha querido retratar la adolescencia, el momento en el que se forja el carácter, juntando a dos hermanastros que apenas se conocen y que, pese a sus grandes diferencias, consiguen ayudarse mutuamente explorando esa dura etapa vital.
El resultado es una historia intimista, con pocos personajes y escenarios, que recupera temas habituales en Bertolucci; la adolescencia, la familia y la relación entre sus miembros, la soledad y la incomunicación, la sensualidad, las drogas, etc. Pero todo lo anteriormente tratado en su cine no se ve aquí de forma explícita sino que se palpa ya asimilado por su cine. No están aquí sus habituales referencias cinéfilas ni freudianas, pero sí una cierta relación sensual entre un chico y su hermanastra, unas preguntas del hijo a la madre en una línea edípica que recuerda a La luna (1979), o unos sueños en los que el chico se auto diagnostica como narcisista y con un ego enorme. Sin embargo todo está explicado aquí con sencillez y actualizado a nuestra época.
Porque el cine de Bertolucci no se ha quedado anclado al pasado aunque recurra a una banda sonora plagada de grandes éxitos de ayer (también a temas actuales) que va de The Cure (Boys don´t cry) a la magnifica versión italiana del Space Oddity de David Bowie, Ragazzo solo, ragazza sola. Canción ésta última que los dos protagonistas bailan fundidos en un abrazo en el punto catártico del filme tras mostrarse el uno al otro que “si no tuviéramos cada uno un punto de vista, dejaríamos de estar el uno contra el otro y aceptaríamos la realidad tal cual es”.
El director nos hace observar detenidamente a estos dos personajes, igual que Lorenzo (Jacopo Olmo Antinori) mira con una lupa las hormigas que compró para más tarde pasar a observar a su hermanastra. El sótano es entonces ese hormiguero bajo tierra que con unos metros reducidos actúa de mediador y, no dejando intimidad ninguna, brinda a los personajes la oportunidad de conocerse, recordando al piso de los amantes de El último tango en París (1972). También como en otras ocasiones, recurre Bertolucci a actores no profesionales que muestran con credibilidad las vicisitudes de la dura adolescencia y de las familias desestructuradas, actualizándolo a unos jóvenes que usan móviles y ordenadores y que leen novelas de vampiros.
Y de una forma vitalista, tras prometerle Lorenzo a su hermana que no tendrá miedo de crecer, de salir a la calle y vivir, Bertolucci nos deja a los personajes despidiéndose pero llenando de significado la letra de Bowie; “Ahora chico solitario, ¿a dónde irás? La noche es un gran mar, si te sirve mi mano para nadar“.
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