Blonde, que acaba de aterrizar en el mercado del streaming, está a varias manzanas de ser una provocación, al menos en el sentido estricto de la palabra. Provocar implica levantar ampollas, meter el dedo en la llaga, delatar los aspectos de un período concreto sobre los que nos sentimos incómodos como sociedad bienpensante y hacerlos dinamitar o reelaborarlos. Otra cuestión es que sea demasiado extensa y por momentos exhibicionista y morbosa, su mayor desacierto. El constante subrayado trágico de que Norma Jeane fue fruto de innumerables deshonras termina por abrumar. Por otro lado, Blonde no es incorrecta políticamente, pues se ajusta a unos parámetros discursivos predeterminados en el marco de una plataforma de distribución institucionalizada. Si lo fuera no encontraría su hueco en Netflix, cuna de un nuevo academicismo uniforme, desplegado gracias al auge de la serialidad. Blonde tampoco es radical porque se agrega a una línea abierta de biopics y adaptaciones de obras basadas en estrellas pretéritas que se lleva gestando durante largo tiempo en Hollywood, con sus matices singulares y filigranas formales. Para que nos entendamos, si Blonde es radical Elvis también lo es. No debería perderse de vista la vinculación de lo radical con lo sorpresivo, lo inesperado, lo que es capaz de dar un giro de 180 grados a un status quo o de encontrar una solución insólita a un entuerto creativo. La apuesta de lo último de Andrew Dominik es sin duda temeraria, por muchos motivos. Uno de ellos la vinculación de los temas musicales con la vida privada de la protagonista, que lejos de ser rompedores brillan por su sensacionalismo. La película, de más de dos horas y media de duración, ha pasado por Venecia y San Sebastián recibiendo aplausos y críticas, pugna que pide a gritos un rigor analítico.
Blonde, film sin duda riguroso y muy plástico, tampoco es de aquellos que se queden grabados a fuego en la retina del espectador. Y si lo hace es por una razón concreta: la explotación de la sexualidad a doble banda, histórica y presente. Ana de Armas, que está magnífica, viene de coprotagonizar Deep Water junto a Ben Affleck, una película truculenta e insulsa que se empecina en objetualizar su físico. Y en cierto modo, ponerse en la piel de la eterna Marilyn Monroe acentúa esa constante. ¿Qué fue Norma Jeane sino una actriz que devino objeto y posteriormente símbolo sexual, a merced de una mirada falocéntrica perversa? En ese sentido, si Blonde no versara sobre la dualidad cuerpo liberado/observado en pantalla y persona oprimida detrás de las cámaras se quedaría en tierra de nadie. Dominik juega sus cartas, tejiendo un hilo que comprende varios pasajes de la vida de Norma/Marilyn, tomados directamente del referente literario Blonde: una novela sobre Marilyn Monroe. Si bien se ficcionan algunos acontecimientos y el discurso se esfuerza en desobedecer la cronología lineal, el resultado dista de ser satisfactorio.
Un punto importante para resaltar es que el cineasta, en comunión con una intérprete que soporta de forma encomiable el peso de todo el metraje, halla recursos específicamente cinematográficos para narrar con imágenes. Este logro contrasta con la cuestionable decisión de volver a revivir a un icono femenino del pasado para explotarlo con fines comerciales, como ya pasara con Mi semana con Marilyn, de Simon Curtis. El cine nos enseña a cómo mirar pero también desde dónde mirar. Sobre este asunto, el film está encadenado al oxímoron desde que se anuncia su existencia, además de ser un producto de indudable calidad técnica pero que prolonga unos esquemas heteropatriarcales que conviene reimaginar bajo otros códigos ligados a nuestra mirada contemporánea. Dicho contraste no es óbice para que pueda hablarse de Blonde en términos exclusivamente formalistas. Si Mank suponía un regreso a ciertas maneras de escribir desde el clasicismo, teñida sin embargo de una estética digital protésica, la película de Dominik sirve de recordatorio de que los referentes clásicos perviven en el imaginario colectivo. Es un llamamiento para que no se disequen, a pesar de su triste e insustancial desenlace que encumbra innecesariamente la figura psicoanalítica del padre. Como si la ausencia paterna hubiese sido el gran incentivo del éxito de Monroe. En esta línea, si en Mulholland Drive reemergían los arquetipos de la femme fatale y la naive woman transformados en fantasmas, en Blonde revive una figura concreta del período más laureado de la historia del cine, evocado a través de una actriz actual que se mimetiza en ella y se funde admirablemente en su indumentaria, reconstruyendo sus gestos y diagnosticando sus contradicciones. La escena de la audición, por ejemplo, es uno de los mayores logros de la cinta, donde Ana de Armas, que interpreta las líneas de un guión, aguanta el primer plano como un verdadero gigante de la interpretación.
Lo más hermoso que puede decirse de Blonde es que nace de la tensión entre las tendencias del cine de los últimos años, caracterizadas por el collage, la autorreflexividad o el bricolaje, con un pasado lustroso que cada vez se evoca bajo preceptos más simplificadores. Escuece sin embargo que Blonde se haya orientado más hacia una dimensión amarillista que hacia los misterios de una de las personalidades más emblemáticas del siglo pasado. Una película sin alma y para nada memorable, sin concreción ni interés dramático, que quiere ser muchas cosas y que parece más un surtido de ideas visuales que un film bien conjuntado. No obstante, fomentará el debate y olisquea los premios Óscar.
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