No me gustan los westerns. Esta fatal sentencia que puede parecer una provocación, viniendo de alguien que se considera cinéfilo, merece una explicación: mi caso viene, probablemente, de un trauma infantil. Cuando era pequeño veraneaba en un pueblecito de la comarca de Los Monegros donde las pocas distracciones que teníamos eran bajar al río, pescar a mano, correr en bicicleta, y robar melones. Dicho así puede parecer el paraíso terrenal –y seguramente lo era-, pero también dejaba un montón de tiempo para no hacer nada.
El párroco del pueblo, pensando que algo debía hacer para que los chavales no nos aburriéramos, programó durante varios años sesiones de cine los domingos por la tarde. El salón de actos, una sala con bancos y sillas de madera que lo mismo servía para recibir a los Reyes Magos que para una actuación de la rondalla local, fue el lugar escogido. Y la programación, siempre la misma: westerns. Es decir, películas del oeste, como se decía en la época. Dos. Seguidas.
No sé muy bien cómo definirlas. Eran americanas, creo, y las protagonizaban actores y actrices con nombres parecidos, pero no iguales, a los de las grandes estrellas de Hollywood: Jim Wayne, Garry Cooper, Henry Fanda, Robert Ichum… cosas así. La primera acostumbraba a ser la mala, con tantos cortes en el celuloide que no se podía seguir el argumento, lo que sumado al griterío general y al ruido de los ganchitos, era como estar en ningún sitio viendo nada.
La segunda no se cortaba tanto, o al menos era más fácil seguir de que iba, y en cuanto a la calidad… pues era igual de mala que la primera, o más. En una época en que los niños de ciudad podían ir a ver Superman, Encuentros en la Tercera Fase, Un puente lejano y, sobretodo, La Guerra de las Galaxias, yo estaba viendo a Lee Marven decirle a Virginia Maiyo que en cuanto acabara de marcar a su ganado, la iría a buscar a su puesto de maestra para que se casara con él y vivieran felices a orillas del Pecos.
Con los años aprendí que lo que yo había visto no eran, desde luego, los mejores westerns de la historia del cine. Pero aun así, el problema continuaba: seguían sin gustarme las grandes obras maestras del western clásico. Las únicas que me gustaron, y me siguen gustando, son las que todo el mundo etiqueta como western crepuscular o, mejor aún, anti western. De estas últimas me quedo con Solo ante el peligro, aquella que John Wayne consideraba “la cosa más antiamericana que había visto en su vida” y que indignó tanto a Howard Hawks que se vió obligado a filmar Río Bravo para desfogarse; ésa en la que un director emigrante austríaco, Fred Zinnemann, se atrevió a mostrar la debilidad de un sheriff y la hipocresía de una comunidad; la misma que puso la guinda para que el guionista Carl Foreman acabara siendo un apestado en Hollywood. Una historia de debilidad que explicaba una situación muy real en el Hollywood hostigado por el Comité de Actividades Antiamericanas; una historia de debilidad, mi debilidad.
De las otras, me quedo con La balada de Cable Hogue, El Jinete pálido, Conspiración de silencio, y El hombre tranquilo: westerns crepusculares. Del resto, de lo que todo el mundo considera obras maestras, salvaría algunas escenas memorables, y poco más. Si pudiera definir como acabo después de verlas, la frase sería “me he aburrido”.
Mi dificultad para emocionarme con El hombre que mató a Liberty Valance, Centauros del desierto, Horizontes de grandeza y tantas otras puede ser porque, aunque algunas escenas me impresionan, el conjunto me resulta insoportable. Y esto tiene que ver con los grandes clichés de ese cine, o lo que podríamos llamar, las claves del western, que se repiten una y otra vez en prácticamente todas las obras maestras:
El territorio inabarcable y salvaje, un paisaje grandioso que contiene una naturaleza hostil en la que solo sobreviven los más fuertes. El entorno te da vida en forma de recursos y te la puede quitar con facilidad en forma de peligros que acechan. Hay que ser muy valiente y estar muy preparado para vivir en el oeste.
Ese territorio se gana, es decir, se conquista, siendo el primero en llegar a él. La conquista siempre es épica, porque no solo hay que luchar contra el entorno, sino que muchas veces hay que hacer frente a los habitantes que lo pueblan. Y una vez establecida la posición, se asienta para poder garantizar la supervivencia. La construcción de un rancho es el sueño de todo colono.
Todo lo anterior no sirve de nada si no se puede fundar una familia. Aquí las mujeres son un mero objeto de disputa, donde lo más importante que poseen es su capacidad de procreación. Da igual que empiecen siendo maestras, coristas, cantantes o cocineras: su final siempre es casarse y tener hijos.
¿Y cómo se conquista a las mujeres? Pues siendo el mejor. El hombre del oeste es el más hábil utilizando su herramienta principal: el revólver. Domina esa tecnología hasta tal punto que es el más rápido disparando, el que mata más, el más respetado por su pericia, o el más temido porque se carga al anterior más temido.
Y finalmente, hay un orden moral que se tiene que imponer. El bien debe vencer al mal, se aparezca éste como un ladrón de ganado, un peligroso forajido que aterroriza a la comunidad, o el indeseable forastero que viene a perturbar la paz del asentamiento. El guardián del orden moral es el sheriff, que no sólo está legitimado para administrar justicia mediante violencia, sino que casi siempre es una persona recta, justa, y ecuánime. Es el mejor, escogido de entre los mejores cowboys.
Todo esto es profundamente reaccionario. Cada vez que aparece un petimetre del Este que bebe zarzaparrilla, por muy inteligente que sea, se le ridiculiza: en el Oeste no están para sutilezas como la cultura y los libros, forastero. ¿Las leyes? Aunque se desgañite gritando que hay una cosa que se llama democracia, aquí impera la ley del más fuerte. ¿La educación? Sabemos todo lo que hay que saber para sobrevivir, si quiere montar una escuela, allá usted…
La evolución del personaje alfeñique no es que transforme a la comunidad a la que va a parar, sino que acaba transformado por ésta: si quiere sobrevivir debe sacarse la pátina de escrúpulos y conocimiento y aprender a disparar. En no pocas ocasiones acabará matando a alguien y, entonces sí, se habrá adaptado a la dura vida del Far West y podrá encajar en el pueblo; en resumen, se habrá embrutecido.
Pues no, no me gustan los westerns.
En cambio, me encantan las películas de ciencia-ficción. O, como dirían los Monty Python, las películas donde salen máquinas que hacen ping!.
Las películas de ciencia ficción son todo lo contrario de los westerns, por supuesto. No se puede ni comparar una buena historia ambientada en el espacio, con todos sus dilemas morales y filosóficos, con las aventuras a caballo por el desierto de Nevada. Es tan evidente que no debería ser ni necesario que nos paráramos a pensar en ello, pero para mí está claro desde el momento en que un género no lo puedo ni ver y el otro lo devoro; y aunque pueda parecer un ejercicio inútil, detengámonos un momento a analizar las claves del género para darnos cuenta de las tremendas diferencias:
El espacio exterior y los mundos que lo pueblan son inabarcables y grandiosos, pero son entornos hostiles al hombre en los que solo sobreviven los más preparados y valientes. Aunque pueden ser una fuente de recursos para la supervivencia, te pueden quitar la vida con facilidad.
Esos mundos se ganan, es decir, se conquistan, siendo los primeros en llegar a ellos. Los astronautas que plantan la bandera pueden reclamar la gloria para su país, que marca una diferencia con el resto de las naciones del mundo. Si los habitantes del mundo desconocido son hostiles, se les debe combatir, para, una vez establecida la posición, crear una base estable que permita continuar con la expansión.
Todo lo anterior no sirve para nada si no se puede garantizar la pervivencia de la especie, ya que las distancias siderales hacen imposible la vuelta. Es necesario que las tripulaciones sean mixtas para procrear y seguir adelante, aunque aquí las mujeres son igual de protagonistas que los hombres. Un ejemplo: la teniente Ripley. ¿Otro? Pues ahora mismo no se me ocurre ninguno, pero seguro que hay cientos.
Solo los mejores serán los escogidos para procrear: el astronauta es el más hábil utilizando la tecnología, o tiene una inteligencia que le hace destacar frente a sus compañeros. Al tener los mejores genes se asegura el contacto con las mujeres para que sus genes se perpetúen.
Y, finalmente, hay un orden moral que se debe imponer. Las tripulaciones humanas llevan consigo los valores humanos más elevados, que pueden contrastar enormemente con los valores extraterrestres; si la civilización contactada es superior, casi nunca es moralmente superior, puesto que han olvidado en su evolución lo más básico: el amor, la empatía, la amistad, la piedad…
Un momento…
No debo ser el único que, a medida que va leyendo esto, vea unas ciertas similitudes entre los géneros, ¿no? Bueno, más que unas ciertas similitudes, la verdad es que las claves de uno y otro género son prácticamente calcadas…Esto tiene que tener una explicación racional que a mí se me escapa. O bien no he definido las claves de cada género correctamente, o bien hay una línea que los une como si uno fuera la sucesión del otro. Si, ya sé que he simplificado mucho, pero aquí hay similitudes suficientes como para sospechar; dejando de lado mis gustos personales he de ser capaz de encontrar a alguien que tenga una explicación.
Y creo que lo he encontrado: la culpa fue de JFK.
John Fitzgerald Kennedy, el presidente asesinado en Dallas, el que apostó por la carrera espacial como una manera de imponerse en la guerra fría al bloque socialista, fue el hombre que hirió de muerte al western e impuso la ciencia ficción en el cine como género dominante a partir de los años sesenta. Lo sé porque lo he escuchado directamente de sus palabras.
En la web de la Biblioteca Presidencial y Museo JFK se encuentran, traducidos a casi 80 idiomas (entre ellos, gallego, catalán, vasco y español) absolutamente todos los discursos que Kennedy pronunció durante su carrera, y por supuesto, los que hizo como presidente. El 12 de septiembre de 1962 se dirige a los estudiantes y dirigentes de la Universidad Rice en Houston, Texas, tras haber sido nombrado profesor visitante honorario. Y esto es lo que dice:
[…] a pesar de ello, las vastas extensiones de lo desconocido, las preguntas sin responder y las tareas que aún están sin terminar siguen superando con creces nuestra comprensión colectiva […]
[…] Pero esta ciudad de Houston, este estado de Texas, este país de los Estados Unidos no se ha construido entre gente que espera y descansa y desea mirar hacia atrás. Este país lo han conquistado los que avanzaron, y así es como se conquista el espacio. […]
[…] La exploración del espacio va a continuar, participemos en ella o no, y es una de las grandes aventuras de todos los tiempos. Ninguna nación que espera ser líder de otras naciones puede plantearse quedarse atrás en la carrera espacial. […]
[…] Porque la mirada del mundo está puesta ahora en el espacio, en la Luna y los planetas que están más allá, y hemos jurado que no lo gobernará una bandera de conquista hostil, sino un estandarte de libertad y paz. Hemos jurado que el espacio no se llenará de armas de destrucción masiva, sino de instrumentos de conocimiento y entendimiento.
Sin embargo, solamente podemos cumplir los compromisos de esta Nación si somos los primeros y, por consiguiente, es nuestra intención ser los primeros. En resumen, nuestro liderazgo en ciencia e industria, nuestras esperanzas de paz y seguridad, nuestras obligaciones hacia nosotros mismos y hacia los demás, exigen que todos nosotros hagamos este esfuerzo, resolvamos estos misterios, y los resolvamos para bien de todos los hombres de buena voluntad, y nos convirtamos en la nación mundial líder en la exploración espacial.
[…] Porque la ciencia espacial, al igual que la ciencia nuclear y toda la tecnología, carece de conciencia propia. Que se convierta en una fuerza de bien o de mal depende del hombre, y solamente si los Estados Unidos ocupan una posición predominante podremos ayudar a decidir si este nuevo océano va a ser un mar de paz o un nuevo y terrorífico escenario de guerra. No digo que debamos o vayamos a luchar desprotegidos contra el uso indebido y hostil del espacio, de la misma forma que no luchamos desprotegidos contra el uso hostil de la tierra o el mar; lo que sí digo es que el espacio se puede explorar y controlar sin alimentar la llama de la guerra, sin repetir los errores que el hombre ha cometido al extender su mandato sobre este planeta nuestro.
Por el momento, no existe ningún tipo de contienda, ningún prejuicio, ningún conflicto nacional en el espacio exterior. Sus peligros son hostiles para todos nosotros. Su conquista se merece lo mejor de toda la humanidad y la oportunidad que nos ofrece de cooperar pacíficamente podría no volver a presentarse. […]
[…] Esta ciudad y este estado, así como esta región, se beneficiarán en gran medida de este crecimiento. Lo que un día fue el destacamento más avanzado en la antigua frontera del Oeste, va a ser el destacamento más avanzado en la nueva frontera de la ciencia y el espacio. Houston, su ciudad de Houston, con su Centro de Naves Espaciales Tripuladas, se va a convertir en el epicentro de una gran comunidad de ciencia e ingeniería […]
[…] Pues bien, el espacio está ahí, y lo vamos a escalar, y la Luna y los planetas están ahí, y las nuevas esperanzas de conocimiento y paz están ahí. Así pues, al iniciar esta singladura pedimos la bendición de Dios para la aventura más peligrosa, arriesgada y titánica en que se ha embarcado el ser humano jamás. […]
Puedo escuchar moverse todos los mecanismos de mi cerebro.
Ahí están todas las claves, las del western –los espacios inexplorados, la conquista del territorio, la frontera- y las de la ciencia ficción –lo mejor de la humanidad, el conocimiento, la paz, la aventura peligrosa en un ambiente hostil-, en una fusión impresionante de los mitos fundacionales de los EEUU con la recién comenzada conquista del espacio. Kennedy no necesitó nada más para pulsar un sentimiento épico de sus conciudadanos, puesto que puso en el mismo plano el nacimiento de su nación con la supremacía del país en el espacio.
No es de extrañar entonces que, a partir de principios de los sesenta, el género del western languideciera hasta convertirse en el saludable moribundo que conocemos ahora; tampoco que las películas del espacio crecieran hasta alcanzar la cima de 2001: una odisea del espacio. Hollywood captó el mensaje y se dedicó a lo que mejor sabía hacer: dar a los espectadores lo que aún no sabían que necesitaban. La épica se trasladó de las montañas de Arizona a los cráteres de la Luna, desolados por igual, pero con un barniz de modernidad que aún hoy nos deslumbra.
Es por eso por lo que ya no puedo afirmar de nuevo que no me gustan los westerns. Lo que debería decir, para ser honesto conmigo mismo, es que no me gustan los westerns donde no salen máquinas que hacen ping.
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