El día que se publique este artículo, tendrá lugar en Francia uno de los eventos cinéfilos más esperados del próximo 2019 en España: el estreno de Maya, el último filme de la joven cineasta francesa Mia Hansen-Løve (París, 1981), pues para verla en nuestras salas todavía tendremos que esperar hasta la próxima primavera.
Así, en ocasión del estreno, analizamos Un amour de jeunesse (2011), el tercer filme de Mia Hansen-Løve, y uno de los más estimables y característicos del singular universo que recorre la extraordinaria filmografía de la joven directora. Un filme en el que de nuevo encontramos lugares comunes con sus anteriores; en el que la composición, la sensibilidad, belleza y melancolía que destilan sus imágenes nos siguen recordando a lo mejor de sus más admirados de la Nouvelle Vague, a esos amores de los veranos y las primaveras de las películas de Rohmer, al Antoine Doinel de Truffaut, o a esa nostalgia que desprende el cine de Renoir o Eustache; ahora para narrarnos la educación sentimental de Camille (una fantástica Lola Créton); los silencios, las despedidas, los reencuentros, el dolor, y la pasión que sólo cabe en un amor.
I
“El amor es lo único que me importa. Es mi razón de vivir.”
Ya no recuerdo en qué momento del filme Camille (la protagonista) dice esta frase, pero perfectamente podría ser una síntesis muy acertada del filme. Pues la película habla de eso, del amor, algo que de una forma u otra todos hemos vivido. Del hecho de enamorarse y todo lo que ello conlleva, de cómo el paso del tiempo altera (o no) esas emociones y sentimientos. De enamorarse, perderse y reencontrase.
Como dice ya el título, el film habla de un amor de juventud, del primer amor que sentimos verdadero, único e insustituible, y que nos va la vida en él. La verdad, no sé si se trata del primer amor de Camille (pese a la traducción del título original), pero lo que sí está claro es que para ella se trata de un amor extraordinario, más allá de toda razón. Y esto es lo importante. Pues a veces, no es el primer amor el que nos marca. Quizá a veces, encontramos ese amor a mitad del camino, no lo sé. De lo que sí que estoy cada vez más convencida (no sé si para bien o para mal) es que hay un amor que, por razones muy distintas, nos marca; que deja una huella, un peso en nosotros, difícil de sustituir (cómo probablemente pretendemos) cuando lo hemos perdido. Y con esto no quiero decir que seamos seres monógamos, que sólo pueden amar a una persona. Tal vez hay casos que sí, pero creo que no es lo común. Sin embargo, lo más probable, es que, al principio, después de la pérdida de ese “primer amor”, pensemos que sí. Que ya no podremos amar a nadie más igual, que nuestro corazón está roto para siempre, y que nadie más podrá llenar ese vacío, que estamos condenados a la soledad. Que no hay nada peor y más triste en el mundo que la pérdida de nuestro amor. Entonces sólo queremos llorar, nos pasaríamos todo el día tirados en la cama, sin hacer nada, y nos dan ganas de terminar con todo, incluso, a veces, también con la vida. Y esto es lo que le ocurre a Camille, y lo que cierra la primera parte de la película, la primera etapa de su educación sentimental.
“Tenemos toda la vida para hacer cosas serias. Hay que disfrutar mientras seamos jóvenes”
Esto es algo que Camille le dice a Sullivan (su enamorado) una de las noches en que están en la casa de campo, antes de acostarse, cuando él le propone hacer algo diferente (leer). Una frase que sintetiza muy bien esa primera etapa de enamoramiento y la forma de ver la vida en ese momento vital del personaje, y que, además, contrasta muy bien con lo que vendrá después.
Y detrás de estas vivencias, sentimientos y emociones suena Volver a los dicieste, de Violeta Parra. Pues la música es otro elemento del lenguaje del que se sirve la directora francesa para construir un relato, para recrear un estado de ánimo, las etapas y momentos de la vida que viven sus personajes.
II
“Aislado en un refugio a orillas de un río azul, que desaparece entre gargantas y cataratas. Un refugio donde todo es pacífico y donde el bosque te llena”
Con esta frase empieza lo que sería la segunda parte de la película, después de la pérdida de ese amor, cuando ambos están lejos. Se trata del comienzo de la carta que Sullivan escribe a Camille cuando él ya se ha marchado a Sudamérica y llevan un tiempo separados. Una carta (otro de los recursos del universo Hansen-Løve) que expresa muy bien esa etapa de ausencia y transición hacia “la madurez”, cuando los sentimientos están a medio camino entre la imposibilidad de olvidar y el deseo de superación. Él le dice que cada vez se siente más lejos de la vida que ha dejado atrás en París, en busca de sí mismo y su ideal, pero que, sin embargo, no la puede olvidar. Ese amor aún le persigue, pero a su vez, también se pregunta si aún queda algo de él.
De esta etapa, también guardé un pensamiento de Voltaire que la profesora de Filosofía les cita a Camille y a sus compañeros en clase: “Todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles”. Pues creo que eso es lo que, de algún modo, por supervivencia, en algún momento de la vida, todos nos decimos, y lo que también se dirá Camille. Las cosas se van, sin que podamos hacer nada.
Después, Camille se cortará el pelo a lo chico. Aunque tal vez parezca absurdo, este detalle también es algo importante, un hecho que marca un punto de inflexión en la vida de Camille, cómo si el cambio de pelo significase la decisión de un cambio radical en su vida. Y en este punto, también es notable el paralelismo entre la separación de los padres de Camille y su propia separación: como si con este hecho Hansen-Løve quisiese mostrar el amor como algo pasajero en todas las etapas de la vida.
“La casa tiene que gustar a todos. A diferencia de la obra de arte, que no tiene que gustar a nadie. La obra de arte es un asunto privado del artista. La casa no lo es. La obra de arte entra en el mundo sin que exista necesidad para ello. La casa, en cambio, cumple una necesidad. El ser humano ama todo lo que sirve para su comodidad. Odia todo lo que quiera arrancarle de su posición asegurada y le abrume. Y por eso ama la casa y odia el arte” – dice una de las compañeras de Universidad de Camille, mientras ella, con mirada reflexiva, la observa.
Este monólogo, además de que puede tratarse en realidad de una lúcida reflexión sobre el amor y la vida humana a través de la metáfora del arte y la comodidad de la casa, introduce lo que será el punto central en esta etapa de la vida de Camille: el descubrimiento y la entrega a una vocación. En su caso, la Arquitectura. Después de un tiempo perdida y triste, esa vocación le devuelve a Camille el amor a la vida. Un hecho que recuerda a algo que dijo la propia Hansen-Løve en una entrevista a propósito de L‘Avenir: “Tras llegar a la veintena pasé varios años completamente perdida, muy triste. Y el cine me permitió lidiar con toda la pena; me salvó la vida.”
La misma Camille dirá: “Cuatro años… ¿Y qué? Nada, sólo el silencio. Cada día es un día más sin él. Pero tengo una vocación .” O “es un lenguaje que entiendo más que los demás. Y creo que es lo único por lo que podría mover montañas”, cuando su profesor de Arquitectura (y el que luego será su pareja) le pregunta por el motivo que le impulsó a estudiar Arquitectura. Y también escribirá en su cuaderno: “Por primera vez no me pesa la soledad. El cielo parece despejarse por fin”. Con todo, este cambio en la forma de ver la vida de Camille me hizo volver a aquella escena en que Sullivan le pregunta si quiere leer un poco antes de dormir y ella responde: “Tenemos toda la vida para hacer cosas serias. Hay que disfrutar mientras seamos jóvenes.”
Después Camille conocerá un nuevo amor: su profesor de Arquitectura. Un amor que le dará fuerzas y que tal vez le hará pensar por un tiempo que ha dejado definitivamente atrás aquel amor de juventud. Y ese amor entre dos personajes que parecen estar muy alejados en el tiempo, sus diferentes miradas, lo que ambos esperan de la vida y de sí mismos, lo que ven en el otro, esas distancias y lugares comunes entre ambos, además de mostrar la madurez de Camille, crean imágenes y diálogos de profunda melancolía y belleza.
“Como tú, no siento nostalgia por el pasado. Tengo esperanza en el futuro (…)”- le dirá Camille. Y él responderá: “La vida no es nunca como te la esperas. Tu visión fantaseada del mundo está condenada al fracaso. Tú la tienes que transformar para que sea más profunda, más… Así te convertirás en ti misma.”
III
Y, finalmente, el reencuentro. Después de años, Camille y Sullivan se vuelven a ver, se cuentan cómo les va la vida, a que se dedican, que ha sido de ellos, los caminos que han tomado, y también hablan de las diferencias que siempre ha habido entre ellos. La escena, con sus diálogos, silencios, tiempos, miradas, gestos, su caminar, transmite una sensación de lejanía respecto a las personas que antes fueron, como si todo aquello, aquel amor, se hubiese perdido en el tiempo. Ella misma dirá: “Me parece tan lejos ahora. Como si fuese otra persona, otra vida.”
Esta parte de la película, me lleva a La Reconquista, de Jonás Trueba, cuando después de muchos años, los que también fueron enamorados (y su primer amor) se reencuentran. Y a la canción que suena: Somos siempre principiantes, de Rafael Berrio, cuando dice: “Somos siempre principiantes y el amor no acaba.” Pues en el film de Hansen-Løve, Camille y Sullivan volverán de nuevo a ese amor de juventud. Volverán a caer en lo mismo. A esa dependencia y necesidad del otro. Y en este punto, Hansen-Love se aferrará a la fuerza de las palabras en conmovedores diálogos que dan muestra de lo bello y triste de ese amor, y como en la canción de Rafael Berrio, nadie sabrá nada de su propio amor, pues Camille le dirá: “Siempre te querré, aunque no entienda porqué.”
Aquí, de nuevo, la música será una parte más del relato, un lenguaje que acompaña y nos dice algo más de la historia. Pues en esta etapa de reencuentro volverá a sonar Violeta Parra, ahora, Gracias a la vida.
Como en el resto de las películas de Hansen-Løve, también habrá un destello de esperanza: “(…) Pero sé que nuestra relación es más fuerte que el paso del tiempo. Y te dejo con la esperanza de volver a encontrarte algún día, cuándo seamos mayores, libres, más dignos de nuestro amor”, dice la carta que Sullivan escribe a Camille, y que cerrará esa etapa de reencuentro.
Por último, el final de la película, otra de las mejores cosas del filme. Un final muy en la línea de la directora francesa, donde el lenguaje de lo implícito cobra toda su fuerza creando una de las secuencias más sugestivas y hermosas de la película.
Camille camina sola por la montaña hasta llegar a un río, donde finalmente, su sombrero vuela y se pierde en él, y suena The Water, de Johnny Fynn y Laura Marling, música, que, veladamente, acompaña toda la película.Este final, además de ser un guiño (no sé si de forma consciente o inconsciente) a una escena muy similar de Le rayon vert de Éric Rohmer (como también otra de L’avenir), la imagen del río que cierra el filme constituye una bella metáfora sobre la fugacidad y la incertidumbre de las relaciones humanas. Una imagen que evoca a lo pasajero y a lo incierto del porvenir y de la vida. Y es aquí donde radica uno de las fuerzas del arte: hacer de lo pasajero, de ese río, algo duradero. Sin duda, con películas como ésta, Hansen-Løve lo logra.
Un artículo de Júlia Olmo
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