Pocas veces se queda uno sin aliento al salir del cine. El ritmo frenético al que nos sume El Reino, desboca una trama de acción trepidante, protagonizada por personajes sin escrúpulos basados en la vida real y situada en un entorno que bien podría ser cualquier zona de España. Rodrigo Sorogoyen dirige un film que parece rivalizar constantemente con la realidad para demostrarnos que la ficción difícilmente podrá superar lo acontecido estos últimos años en nuestro país por muy desmesurada que parezca.
La primera escena del film es ya una declaración de intenciones, donde la música se hace presente como si de un personaje más se tratara. Es capaz de mantenernos al borde del éxtasis a lo largo de las dos horas que dura para transmitirnos el sin vivir que supone querer mantenerse ahí, en lo alto, para nunca querer descender.
De la misma forma que el dinero siempre fluye, la corrupción tampoco se detiene ante nada ni nadie. Está siempre ahí, atenta, latente para surgir a la mínima oportunidad. Siempre hay alguien velando por mantenerla viva, al margen de la transparencia, el savoir faire político y la ley.
Lo que El Reino viene a destapar no sorprende, tristemente, a casi nadie. Denuncia un sistema corrupto a todos los niveles. Aunque es cierto que se centra en las bambalinas políticas, no deja puntada sin hilo cuando decide postrar la mirada en un ejemplo tan cotidiano como tomarse algo en un bar. He aquí el momento cuando el camarero se equivoca al dar el cambio y el cliente lo aprovecha para callarse e irse sin más. Lo que probablemente no sabe es que al hacerlo se convierte en un desgraciado más dentro de este engranaje infalible que es la falsa moral de una sociedad capitalista fundamentada en la pillería, la corrupción y el desapego al prójimo. Pero Sorogoyen va más allá y se sirve de esta anécdota para invitarnos al debate. ¿Usted también lo haría? O, por el contrario, ¿se resistiría a actuar así?
“El Reino retrata una realidad que desearíamos no haber conocido nunca y una ficción que preferiríamos que fuera fantasía.”
Entre tanta estructura de poder, sobresalen las tensiones que se crean entre los políticos y los grandes medios de comunicación. Si bien al principio al protagonista de nuestra historia, interpretado por un magistral Antonio de la Torre, le parecen un bien necesario, al que atender de buenos modos mientras le son favorables, luego los vapulea al ver que se le vuelven lobos con piel de cordero, listos para atacar al menor indicio de sangre. Los intereses privados acaban por prevalecer en un sistema donde el cuarto poder sigue a las órdenes de las élites político-económicas.
Mientras está dentro del sistema, nuestro político se vanagloria de dominarlo y subyugarlo a sus deseos e intereses, pero cuando, por contra, quiere que actúe frente al poder que le ha dado la espalda y ejerza su función ‘original’ (entendida como fiscalizar el poder y denunciar las irregularidades que se cometan) y no lo hace, se indigna ante la presión de saberse solo y consigue sumarnos en su lucha. Una batalla contra una maquinaria demasiado viciada, tanto que, aunque algunos deseen combatirla desde dentro, les es prácticamente imposible cambiar su naturaleza ya pervertida.
Uno de los hitos de esta película llega con el interesante diálogo entre el político y la periodista, encarnada por una soberbia Bárbara Lennie, que nos introduce en las telarañas del periodismo para revelarnos lo que muchos ya intuíamos: no será fácil sacar a relucir esa verdad por la que tanto parece haber luchado nuestro político, ahora vestido de héroe. Pero llegados a este punto, nos enfrentamos a otro gran debate. ¿Cuál es la verdad a destapar? ¿La del político que ha robado durante años o la de un sistema que se sabe corrupto?
Lo que ingenuamente desconoce el protagonista, a estas alturas todavía, es que la periodista que ha llegado a esa escala, que debe seguir las directrices de su director (que a su vez es controlado por las élites político-económicas del país), es como un perro de caza, listo para asaltarle, ya no tanto por su instinto y voluntad, sino por las órdenes del amo al que representa su medio en cuestión. Ya no sorprende que se quieran destapar nuevos casos de corrupción, sino que lo más reseñable es que se dé por sabido que el nuestro es un sistema carcomido, que acaba, en cierto modo, tolerando esta situación como un mal menor que hay que aceptar.
Y frente a tanto hedor de podredumbre y desazón por no saber encontrar una salida solo queda el vacío de encontrarse acorralado, sumiso ante la derrota de haber vivido una falsa victoria. Y después de todo, al fin, el silencio. Un golpe seco frente a una realidad que desearíamos no haber conocido nunca y de una ficción que preferiríamos que fuera fantasía.
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